Estela nació en Albacete un lluvioso 7 de Septiembre de mediados de los 80. Hija de un frutero y una costurera, la menor de tres hermanos, en su casa nunca faltó dinero, pero tampoco sobró. De pequeña era muy inquieta, siempre correteando por la casa de arriba a abajo, investigándolo todo. Una vez, con 3 años, se clavó una de las agujas de su madre en el dedo; a los 5, tiró por el suelo una pila de mazanas que su padre había tardado horas en colocar. Empezó el colegio un año más tarde de lo que debería debido a unas fiebres y nunca encajó demasiado. Las niñas le parecían algo tontas y los niños muy burros, siempre pegando patadas y gritando. Solía jugar a las muñecas con Susanita, la hija del pescadero, pero acabó por aburrirse y pasaba los recreos paseando. Una vez, en uno de esos paseos, descubrió un lugar en el que no había estado nunca antes, un sitio en el que las estanterías abarrotaban todo y no dejaban ver las paredes. Victoria, la bibliotecaria, sonrió al verla. “Vaya”, dijo, “¿a quién tenemos aquí? ¿una joven lectora?” Algo asustada, Estela la miró desde abajo, pero la sonrisa de la mujer le transmitió una calidez y una confianza que el temor desapareció y se acercó hasta ella. Victoria la cogió en brazos, se sentaron en una silla y empezó a leerle un cuento. Cuando la profesora de Estela llegó corriendo desesperada buscando a la niña, ésta se había dormido en brazos de la joven bibliotecaria.
Desde aquel día, Estela iba cada recreo a la biblioteca donde Victoria la esperaba ansiosa de cogerla en brazos y leerle. Poco a poco, Estela comenzó a fijarse más en las palabras y menos en los dibujos. Dándose cuenta, Victoria hablo con los padres de la niña y acordaron que le enseñaría a leer aunque fuera tan pequeña. Pasaron los años, pero la rutina cambió poco: las niñas seguían jugando a tonterías, los niños burreando y Estela en la biblioteca. Mientras Victoria rellenaba sus informes, Estela viajaba de una estantería a otra, de un país a otro: aquí, la tierra de Oz, a su derecha, el País de la Maravillas, dos estantes abajo, el Castillo de Cristal del fondo del Mar. El Rey Arturo cabalgando por Albión buscando el Santo Grial, el poderoso Hércules superando sus Doce pruebas, los amores de Cleopatra y Marco Antonio en las ardientes arenas del desierto,... Cada libro era una nueva barrera que se rompía para su imaginación, un nuevo mundo al que accedía y se abría ante ella en toda su plenitud.
Su último día de vacaciones antes de empezar el instituto, Estela lo pasó en la biblioteca del colegio, despidiéndose de todos sus amigos, de sus libros y de aquella que había hecho posible todo aquello; con un abrazo eterno, la niña le prometió a Victoria que volvería cada semana al menos una tarde, que no la dejaría sola, y con lágrimas en los ojos, Victoria quiso creer una promesa que sabía imposible. En el instituto también había una biblioteca, pero llena de mapas, esqueletos, fórmulas extrañas y nada mágicas. Nada más entrar, Estela supo que esa no sería su biblioteca. Como allí no encontraba nuevos mundos que descubrir, empezó a crearse los suyos propios; en una pequeña libreta que siempre llevaba consigo, Estela anotaba todo lo que se le ocurría para forjar historias maravillosas, como las aventuras de la pequeña Ana en la Tierra del Zodíaco o las travesuras del pequeño aprendiz de brujo Rau. Esto atrajo las miradas de sus compañeros de clase, que se reían de ella y decían que estaba algo loca. A Estela no le importaba lo que dijeran porque realmente le daba igual lo que dijeran aquellas personas que nada tenían que ver con ella. Era feliz con sus historias y no necesitaba más. Un día, mientras escribía cómo Ana se internaba en la aldea de los Aries en busca de la estatua dorada, un chico se le acercó. “¿Qué haces?” le preguntó. Estela lo miró algo sorprendida; era Gabriel, un chico de clase bastante despistado y algo desastre. Nunca llevaba los ejercicios hechos pero siempre sacaba buenas notas, aunque en clase no pareciera prestar mucha atención. “Escribo”. “¿Y qué escribes?”. “Una historia”. “¿Y puedo leerla?”. “Claro”.
Desde entonces, todos los días Gabriel y Estela se sentaban al lado para escribir juntos sus historias. Gabriel era un poco burro, como todos los chicos, pero tenía buenas ideas y hacía reir mucho a Estela. Sorprendida de haber encontrado a alguien así, decidió llevarlo a su antigua biblioteca para que conociera a Victoria. Estela llevaba meses sin pasarse por allí, ya que los exámenes y los ejercicios se lo habían impedido, pero la bibliotecaria la recibió con una amplía sonrisa y se alegró mucho de conocer a Gabriel. Éste también se alegró mucho de conocer a Victoria y su biblioteca, ya que además de los libros infantiles que esperaba encontrar se topó con otras muchas historias fascinantes. Estela y Victoria reían por lo bajo mientras lo veían pasar hojas frenéticamente. Los tres eran felices. Estela se lo pasaba muy bien cuando estaban juntos, disfrutaba pasar el rato junto a Gabriel, y no sólo leyendo, también paseando, hablando de cualquier tontería, en el cine,... Además, había una increíble coincidencia. Gabriel y Estela habían nacido el mismo día, el 7 de septiembre. Cuando se enteraron, ambos se echaron a reír a carcajadas. Era como si el Destino los hubiera unido, desde luego estaban hechos el uno para el otro. Tal es así que, cuando en su decimosexto cumpleaños él la besó, Estela se dejó llevar y le correspondió, dándose cuenta de que era lo que más deseaba en el mundo. Entonces empezaron los que sin duda serían los mejores años de su vida. Cada tarde, iban a una pequeña cafetería que había cerca de sus casas, se sentaban en la misma mesita, en la esquina del fondo a la derecha, y pasaban horas y horas hablando, abrazados, leyendo, cogidos de la mano,... Tanto cariño les cogió la dueña que incluso llegó a reservarles el sitio para que siempre pudieran ponerse allí.
Sin embargo, como pasara con el colegio, los años de instituto también acabaron y Gabriel y Estela tuvieron que afrontar el futuro. Ella había conseguido una beca para estudiar Filología Hispánica, pero tendría que trasladarse a Alicante. Por su parte, Gabriel se iría a Madrid, a estudiar Física. El día de la despedida, con lágrimas en los ojos, los chicos se besaron y prometieron volver a verse pronto. Unas pocas semanas no podrían con lo que ambos sentían.
En su nueva clase, Estela conoció a mucha gente interesante; Arturo, el hijo de un carpintero de la zona, Leire, una mallorquina algo alocada, Felipe, un vasco en busca de nuevos aires, y muchos más. Estela nunca había encajado tan bien entre un grupo de gente tan variopinto, sin lugar a dudas, la Universidad es otro mundo. Lo pasaba muy bien con sus nuevos amigos, pero echaba mucho de menos a Gabriel y no había día en que no hablaran una, dos y hasta tres veces. Por su parte, Gabriel también conoció a gente en Madrid: David, hijo de un importante hombre de negocios, José, que tocaba el bajo en un grupo, María, una científica con aires de pintora, Jesús, un ex-seminarista,... Los dos lo pasaban muy bien, pero en las primeras vacaciones que tuvieron, les faltó tiempo para volver a casa y reencontrarse de nuevo. Cuando se abrazaron de nuevo en aquella estación tras tantos meses, se dieron cuenta verdaderamente de cuanto se habían echado de menos.
Pero cuando acabaron las vacaciones y empezaron los exámenes, y otras preocupaciones surgieron en ellos. Ya no había tiempo para llamadas ni para añoranzas. El presenta imperaba ahora. Por eso Estela se sorprendió tanto cuando se dio cuenta que hacía tres semanas que no sabía nada de Gabriel. Corriendo, aprovechó el primer rato libre que tuvo para salir de la sala de estudios y llamarlo, pero él no contestó. “¿Qué ocurre?” le preguntó Arturo desde atrás. “Nada... es que, Gabriel no contesta”. “Estará liado”. “Será eso”. “Lo quieres mucho, ¿no?”. “Mucho. Ah, mira, me está llamando”. “Deberías cogerlo”. “Debería, sí”. “¿No vas a hacerlo?”. “Sí, claro. Discúlpame” Estela salió a la calle y descolgó. Gabriel estaba en la biblioteca y no había podido contestar al principio. Hablaron durante casi más de media hora, pero fue extraño; Estela ya no sentía el cosquilleo que acostumbraba. “Será el cansancio”, pensó para sí cuando volvió a entrar con sus compañeros para seguir estudiando. Sin embargo, algo en su interior sabía que no era así. Pasaron los exámenes pero el cosquilleo no volvió. Ya no hablaban cada día, y cuando lo hacían, cada vez era más extraño, más distante, más frío. Por eso, cuando en las vacaciones de Semana Santa Gabriel le dijo que tenían que hablar, ella no se sorprendió. “Han pasado cosas, ya no es como antes”. “Estoy de acuerdo”. “¿Crees que podemos solucionarlo de laguna forma?”. “No sé, ¿tú qué crees?”. “Yo creo que no”. “Eso me temo”. “No es culpa tuya”. “No, por favor, no empieces con frases tópicas”. “No, déjame hablar. Verás, estos meses he estado pensado, y creo que la Física no es lo mío”. “¿Y eso qué tiene que ver?”. “Bueno, lo he pensado, lo he hablado con mis padrs y con mucha gente... y creo que quiero entrar al seminario”. “¿Vas a hacerte cura?”. “Sí. Creo que en mi interior es lo que siempre he querido”. “Vaya, no me lo esperaba”. “Yo tampoco, te lo puedo asegurar”. “Al menos fue bonito mientras duró”. “Muy bonito”. “Si ese es el camino que quieres seguir, yo te apoyaré. Espero que seas muy feliz”. “Algún día nos volveremos a ver, hasta entonces, sé tú también feliz” Y con un débil beso en la mejilla, Gabriel y estela se despidieron en la misma cafetería, en la misma mesa en la que años atrás habían vivido su amor.
Los años pasaron, Estela pasó unos meses algo deprimida pero salió adelante. Comenzó una relación con Arturo, pero no era o mismo, y cortaron tras algunos meses. Por su parte, Gabriel dejó la carrera y entró al seminario. También lo pasó muy mal al principio, pero su fe y su amor por Cristo lo llevaron a reponerse y seguir adelante. Tras acabar la carrera, Estela volvió Albacete en busca de empleo. Curiosamente, lo consiguió donde todo empezó, en la biblioteca de su primer colegio, Victoria se había ido hacía un par de años y desde entonces la biblioteca había perdido parte de su encanto. Pero estela la cogió muy animada, recordando los buenos ratos que allí pasó, y volvió a hacer de ella un lugar mágico en el que niños y mayores podían disfrutar de la lectura. Pero nunca más volvió a saber nada de Gabriel.
Cinco años después, el día de su su cumpleaños, el 7 de septiembre, Estela volvía a casa de la biblioteca. Se había pasado todo el día colocando libros y haciendo un catálogo y no tenía ganas nada más que de darse una baño relajante. Sin darse cuenta, sus pasos la llevaron hasta la pequeña cafetería de su juventud. Embobada, se quedó mirando por el escaparate su antigua mesa, al fondo en la derecha, con el pequeño cartelito de “RESERVADO”, La dueña nunca llegó a quitarlo. De repente, alguien se le acercó por detrás y le susurró al oído:
http://www.youtube.com/watch?v=CVCq7j6Rk90Estela se giró y vio a Gabriel, vestido de negro y con alzacuello. “Feliz cumpleaños” le dijo él. Ella, con lágrimas en los ojos, se lanzó a sus brazos y lo besó en los labios, descargando en ese beso toda la frustración de aquellos años, todo la pasión y todo su dolor el echarlo de menos. Y él la correspondió, ya que durante todos sus años de seminario y como sacerdote, jamás la había olvidado. Amaba a Dios, sí, pero había descubierto que la amaba mucho más a ella y que Él no le llamaba por el camino del sacerdocio. Había tardado, pero por fin se había dado cuenta. Cogidos de la mano, se fueron hasta la casa de ella para recuperar el tiempo perdido.